Red de viajeras

No era la primera vez que viajaba sola, pero quizá en los últimos años había perdido práctica. Siempre lo recomiendo. Es una experiencia vital, aprendes a estar en conexión contigo y con el entorno. Te haces fuerte. Y no te queda otra.

Crucé el río de la Plata para llegar a Uruguay. Era media tarde pero el sol estaba de capa caída. Llegué al hostal. El espacio era igual al de las fotos. Un patio compartido. Paredes de colores vivos. Un lugar acogedor y austero. La diferencia es que estaba vacío. Era temporada baja. Después de dejar la mochila en la habitación pregunté dónde ir a cenar.  El recepcionista me recomendó un par de lugares no muy lejos del alojamiento. Caminé durante quince minutos. Hacía frío. De repente noté una presencia detrás de mí. Una presencia que se sentía cada vez más cercana. Decidí aligerar el paso y subir a una plaza en donde había algunas mesas. Las calles estaban desiertas. Al ver el restaurante cerrado me di media vuelta. Así, me topé de bruces con la presencia. Era un hombre de mediana edad. Seguí caminando. Me preguntó mi nombre y hacia dónde me dirigía. Le contesté brevemente mientras mi mente buscaba otro lugar abierto. Con gente. Usaba adjetivos para describir mi cuerpo. Decidí ignorarle y seguir caminando. Me preguntó varias veces si quería compañía. Le contesté que no. Su tono de voz cada vez resultaba más agresivo. Observé una pareja aproximándose. La chica se dirigió hacía mi y me envolvió entre sus brazos. Actuaba como si nos conociéramos. Agarró mi brazo y me susurró al oído: te tengo. El hombre nos observaba de lejos. Detuvo su paso. Finalmente cené con la pareja. Venían de Australia. Ella me confesó que estuvo observando la situación desde hacía un buen rato. Él, en cambio, no se había dado cuenta. Me sentí muy agradecida. Sentí una conexión fuerte con ella. 

Mientras les explicaba mi experiencia, recordé una situación similar meses atrás en Nueva York. Dormía en un hostal al norte de Manhattan. Entablé amistad con una compañera de habitación. En su última noche cenamos en el centro con unos amigos suyos. Entre copas y paseos no miramos el reloj. De pronto descubrí que eran las tres de la madrugada y yo debía regresar sola al hostal. El transporte público en Nueva York suele ser impredecible, así que me tocó improvisar. Cogí un autobús y caminé siete travesías. Conversé con mi amiga por teléfono todo el camino de vuelta. Estuvo pendiente de que llegara sana y salva al hostal. Me sentí agradecida. 

Pienso que las mujeres sentimos esa conexión. De tribu. Una red de protección que construimos en base a nuestra experiencia y nos hace estar alerta las unas de las otras. Estoy agradecida de dicha sororidad que nos mantiene ligadas, unidas. Pero creo que es imprescindible nombrar el machismo estructural que nos encontramos allí donde viajamos, allí dónde vivamos y que nos hace sentir vulnerables en el espacio público. 

Y sí, nos pasa a todas.


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